Cuando el Estado no controla ni cumple

 

Los accidentes de tráfico: ¿una semántica vetusta que aboca a la parálisis y resignación ciudadana?

 

1.- Un escándalo y un problema de Salud Pública

 

Los accidente de tráfico constituyen en la actualidad, y desde hace años, una tragedia que se repite de forma constante, continua, con un balance de víctimas semanal, mensual y anual enormemente preocupantes. 

 

 

Las altas cifras de siniestralidad, en términos generales,  y con ligeras oscilaciones, llevan al pesimismo. España, dentro de los países de la comunidad ocupa un lugar destacado, vergonzoso para algunos, juicio extensible a otras contingencias, como las laborales. “A golpe de desgracia, un sector económico esta  surgiendo en España: el de prevención de riesgos laborales” (El País, 08.08.04). ¡Cuanta industria!.  Un escándalo, escándalo abundado por la indiferencia de unos, la pasividad de otros.

 

El Informe del Programa Europeo de Evaluación de las Carreteras, 2005, dice: “la seguridad vial en España es de las peores de Europa”, manifestando que el riesgo de sufrir un accidente mortal se multiplica por cinco en las autopistas españolas que en las británicas o irlandesas, y siete mayor comparándolo con las vías rápidas holandesas o suecas.

 

 

En general las perspectivas son también sombrías, tanto que la Organización Mundial de la Salud estima en la actualidad que las lesiones por accidentes de tráfico constituyen un enorme problema de Salud Pública, y lo más grave es que se observa una tendencia al alza. Pero no sólo de salud pública, pues dicho así podría tomarse  de forma más aligerada, delimitándolo sectorialmente. Es, por el contrario, un problema global, llamadas a concurrir distintas administraciones públicas. Y es por lo tanto, una cuestión de Estado, que se ha de incluir en uno de esos debates sobre “el estado de la nación”.

 

 

Las cifras no dejan dudas ni lugar para la especulación. Tercera causa de muerte en la población en general, pasando a la primera en la juventud; primera causa de mortalidad en el grupo de edad de 5 a 24 años y la segunda en el de 25 a 34 años. De un total de 1459 accidentes con resultado de muerte en el año 2004, sólo los accidentes vinculados con el desplazamiento al trabajo, con resultado de muerte, accidentes laborales in itinere mortales, sumaron 748 víctimas (es decir un número muy próximo a las 825 víctimas atribuidas a la organización separatista vasca ETA, en treinta años).  Está claro que no es necesario que nadie diga que son cuestiones muy diferentes, en nada equiparables, pero por otra parte indica muy bien la dimensión de la tragedia.

 

Grábenselo bien, de todos modos se irá repitiendo a lo largo de este escrito pensando en esas gentes torpes y descuidadas

 

El número total de accidentes mortales en 2005, según las estadísticas  oficiales, fue de 2.875 fallecidos en carretera, a lo que hay que sumar 3.329 personas muertas en las vías urbanas, aunque las cifras para algunos son “esperanzadoras”, un “éxito”, ya que el número total de víctimas es en 182 menos que el año pasado... Siempre hay argumentos.

 

 

Muchas cifras, mas ya no atemorizan a nadie. Tampoco conmueven las imágenes y campañas tremendistas utilizadas con frecuencia, “a ver si asustan a los ciudadanos”. Mala vía esta. Los  frutos a la vista están.

 

 

Campañas de propaganda, algunas, además de torpes,  de una truculencia indecente (como la última, burda e inútil: “¿va a conducir esta Semana Santa?: ¿cree que puede morir?). Sermones repetitivos, parches en forma de flases publicitarios, medidas represivas, y planteamientos de corte parecido, ocurrencias que no parece que vengan de cerebros muy imaginativos, más bien fruto de la improvisación de mentes “calenturientas”, marcadas por la prisa y el manoseo estéril, “salir del paso”, la timidez de las iniciativas y la falta de  un estudio detenido y real del problema. No hay proyecto ni  programa.

 

 

Da la impresión que desde el gobierno, los sucesivos gobiernos del país, no se han aplicado las medidas adecuadas (de fondo) para prevenir estas situaciones, y al mismo tiempo el problema se  ha asumido, se sigue asumiendo,  con tranquilidad, demasiada tranquilidad. No es cuestión de signo político. Tan inútiles se han mostrado los unos como los otros. Nadie se ha lucido. Los servicios y planes de prevención hasta el momento no han dado aceptables resultados. Si el órgano ha de justificarse en la función, quienes han de desempeñar esa tarea de prevención son incapaces de cumplir su cometido.

 

Lo hacen mal. Algo está fallando.  Nadie dimite.

 

 

2. Los políticos miran para otra parte

 

En una encuesta del  año 2006 del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas, 24-31 de marzo)  entre los problemas del país que más preocupan a los españoles (paro, inmigración, terrorismo, etc.) no figuren en primer orden los accidentes de carretera. Parece que los accidentes de carretera no son comprendidos por la ciudadanía como un problema apremiante,  no se entiende, pues como un peligro público de política estatal de orden prioritario.

 

 

Otra cosa es miedo individual a sufrir las un accidente, es decir entendiendo el accidente como problema individual, la  materialización personal de sus consecuencias, como refleja el estudio realizado en el año 2004 por el Instituto Gallup que sitúa el accidente de tráfico en cuarto lugar (tras el problema de la dependencia, se sitúa el miedo a contraer una enfermedad grave, a que se incendie su vivienda, a tener un accidente de tráfico).

 

 

 

Francia, en el año 2000, declaró la seguridad como una de sus prioridades, colocándolo bajo el epígrafe de “La Gran Causa Nacional”; han conseguido  reducir las muertes por accidentes de tráfico en un 20%. Suecia, en un marco de “tolerancia cero” redujo el número de muertos al 50% en diez  años, pasando de 1.200 en 1990 a 530 en 2003, cifra que todavía se estima como muy alta.  (Mapfre Seguridad, 2004,  número Monográfico sobre Seguridad Vial).

 

 

 

La “política de estado” española parece entretenida en otros asuntos de otra envergadura. Se entiende también, que el problema de los accidentes de tráfico es cuestión de segundo orden, de dirección general para abajo. Los políticos, los patricios de la “alta política”, fatigados de tanto ir y venir del “tingo al tango”, y otros jadeos, tienen otras preocupaciones,  otro nivel.  Mucho poder, poca autoridad y menos imaginación. Y se pelean entre ellos por las “competencias”... Muchos queremos confiar en que a partir ahora van a tener más tiempo para dedicarse a cuestiones que también son  prioritarias para este país. Nuevo siglo, nuevo “talante”, más...   más...

 

 

 

Volvamos a repetirlo: la primera causa de mortalidad en el grupo de edad de 5 a 24 años y la segunda en el de 25 a 34 años; tan sólo los accidentes vinculados con el desplazamiento al trabajo, con resultado de muerte  (accidentes laborales “in itinere” mortales) en el año 2004 sumaron 748 víctimas (es decir un número muy próximo a las 825 víctimas atribuidas a la organización separatista vasca ETA, en treinta años).

 

 

Hoy son unos jóvenes que salieron a divertirse, ...  Otras veces  la víctima es un padre de  familia, respetuoso con la norma, a quien sin embargo siega la vida el desenfreno de un conductor inconsciente. Y otras  también son trabajadores obligados, por empresarios irresponsables, a desempeñar su tarea en condiciones temerarias, horarios prolongados,  jornadas para los que no se respetan un tiempo mínimo de sueño reparador, algo casi de dominio público o ya de dominio público. ¿Lo saben los sindicatos?. No hay inocencia en la pregunta. Cómo es posible que España sea el país de Europa con mayor número de víctimas mortales en accidentes de autobús en los últimos diez años.

 

 

 

Al menos un 75% de los accidentes se debe a factores humanos. “Mantenerse despiertos: 30 y 40% de los accidentes, a menudo los más graves, se deben a la fatiga, a la somnolencia o a la falta de vigilancia (Revista de Investigación Europea, nº 37, mayo/2003). Por su parte la revista JAMA ha publicado que “los efectos de la fatiga provocada por una larga jornada laboral equivalen a los producidos por la ingesta de alcohol   (JAMA, 2005; 294: 1025, 1033 y 1104, 1106, datos tomados de Diario Médico, 07.09.05).

 

 

El protocolo de examen médico y psicológico actual de los conductores, y más aún la forma en que se lleva a la práctica, ha de ser revisado. Si se ha dicho que “al volante la vista es la vida” (“slogan” popularizado hace años en Francia), tal condición es necesaria pero no suficiente. La “tarea de conducir” supone una integración superior de funciones tanto en el dominio sensomotriz  como cognitivo, condicionando las  reacciones motóricas. La capacidad de reacción y refleja experimenta variaciones de unos individuos a otros, disminuyendo con la edad los tiempos de reacción, siendo básico el “factor de atención” (llamémosle  FA) en la prevención de los accidentes, tanto más si se sabe que gran numero de ellos tiene su origen en “distracciones personales”  (Biocinemática del accidente de tráfico, MR Jouvencel, 2000). Atendiendo a esta singularidad individual quizá fuera interesante que en las revisiones de los conductores se explorar el “FA”, de la misma manera que en los controles médicos se analiza el colesterol, glucemia, PSA,  y esas cosas, para que cada cual aplique su prudencia personal,  extremándola según sus propias limitaciones.

 

 

 

3.- Tratamiento penal insuficiente, abundado por una libre interpretación judicial demasiado laxa. Y una sentencia para celebrar a ritmo de pandereta en la España cañí.

 

La despenalización de ciertos aspectos ligados a los accidentes de tráfico en el Código Penal de 1995, que arrastraba la reforma previa de 1989 (Ley 3/89),  mermó  la actuación judicial en esta esfera.

 

 

Por otra parte, hay que tener muy presente el delito de peligro, el cual, a diferencia del de resultado, requiere sólo la amenaza del bien jurídico protegido, como sería la conducción en condiciones temerarias. Es necesario considerarlo en su auténtica dimensión, potenciarlo, introduciendo nuevas variantes penales,  buscando una armonización continental, y, lo más importante,  llevándolo a la práctica.

 

 

El delito de peligro es   una figura que ha de encontrar acomodo en un desarrollo legislativo como fuente y expresión del avance jurídico, vanguardia y exponente del grado de madurez de un pueblo, tanto más pensando en una sociedad que ha de caminar hacia el progreso, progreso ineludiblemente vinculado e inmerso en el Riesgo: “no hay beneficio sin coste ni riesgo” (N. LIND).

 

 

Mas lo cierto es que  este tipo penal no goza en la realidad de especial predicamento.  Cuando algunos de estas cosas se denuncian, algún fiscal, muy rumboso él, no ve delito.  Podrán decir, es que la ley, muchacho, hay que saberla interpretar, no basta sólo con saber leer; la cosa es más complicada: los criterios hermeneúticos, el orden y el método exegético... ¡Más industria!

 

 

“Muchas veces las leyes son como las telarañas: los insectos pequeños quedan prendidos en ellas; los grandes las  rompen” (ANACARSIS, s. VI-V a JC).

 

 

Hay que replantear  del mismo modo la enorme libertad con la que se mueve el juez para interpretar y aplicar los preceptos del ordenamiento jurídico. Aún sin desconocer que con frecuencia se presentan  problemas de interpretación jurídica, no hay que olvidar tampoco que  cuando se suscitan puede ser  “porque la lectura de un texto escrito se hace siempre desde el interior de una comunidad, de una tradición, de una corriente de pensamiento vida que desarrolla presupuestos y exigencias” (P. RICOEUR, Le conflict des interpretation. Esssais d´ hermenutique),  pero precisamente por esto mismo, en atención a las exigencias del momento histórico, y dentro de los estrictos cauces jurídicos, con vocación de seriedad y servicio público, de obediencia implícita a la sociedad civil, hay que colacionar un significado acorde con la realidad y las necesidades sociales.

 

 

No sirve escudarse gratuitamente en el argumento de la interpretación de las leyes cuando su aplicación se vuelve inoperante,   a la vez que habrá que recordarles a algunos pedantes, anclados en lo pretérito, que in claris no fit interpretatio, ejercicio de evidencia, obviamente,  muy ligado a la salud mental de cada uno.

 

 

Menos aún se puede olvidar  que cuando la realidad es tan grave como la actual, en lo que ahora interesa, es preciso un cambio, desterrando la vacilación y el titubeo, parapeto de una retaguardia que nunca se ha caracterizado por su valentía.

 

 

Cuando el orden jurídico no pone límites a la interpretación tantas veces particular del funcionario judicial todo es posible. El célebre caso “Farruquito”, famoso en el mundo entero, el juzgado penal 8, Sevilla, España/2005, la pena impuesta es la mínima, por lo que, “Farruquito”,  ha podido  eludir la prisión. El bailaor,  "se ha emocionado y se ha puesto muy contento". ¡Que cosas!

 

 

La presidenta de la asociación “Stop accidentes” ha declarado que la condena le parece una "burla y una injusticia tremenda". "¿Cómo una persona de la magistratura puede dictar una sentencia así?", y que  esperaba una "sentencia de máximos" porque se estaba juzgando la muerte de una persona, "que perdió su vida porque Farruquito conducía sin carné, a velocidad excesiva, huyó del lugar sin prestar ayuda al atropellado, luego urdió un plan para inculpar a su hermano menor... ¿qué más necesita la jueza?

 

 

 

4.-  La cuestión semántica

 

¿Es posible seguir llamando ACCIDENTES a hechos repetitivos, de enorme volumen, de connotaciones epidemiológicas? y cuando se constatan semana tras semana, mes a mes, año tras año, y que afecta a sujetos en todas las edades de la vida, pero en especial a una  franja de edad determinada: primera  causa de muerte entre 15 y 24 años.

 

 

O, por el contrario, ¿cabe plantearse el verdadero significado del término?   y más aún cuando se sabe que “el nombre que damos a las situaciones y a las cosas se relacionan un íntimamente con nuestro modo de afrontarlas” (L. PANTANO,1987).

 

 

De forma genérica, como accidente se entiende “un suceso eventual que altera el orden regular de las cosas”. Pero lo “eventual”, en su cualidad, obedece a un “hecho incierto o conjetural”. La conjetura es un juicio que descansan en los indicios. El peso de los números, de las estadísticas, a las que son tan aficionados algunos, con sus muertos, va más allá de cualquier indicio. En cuanto al “orden regular de las cosas”, en su identificación con un clima que se ha hecho habitual, común y frecuente,  parece que no se ve alterado, dada la tragedia diaria de los accidentes de carretera, que se repite año tras año.

 

 

5.- Rebelión ciudadana

 

La carencia de suficiente información, de conocimiento, hace que la ciudadanía sea incapaz de exigir una política de resultados, lo que evita que se canalice el reproche social por los cauces de la protesta y a través de su movilización.

 

Junto al efecto hipnótico de las cifras, quizá la carencia reivindicativa en parte se deba a una falta de toma de conciencia del problema, de un enorme problema, por parte de la ciudadanía, a su ignorancia “política”, lo que se ve agravado  cuando el término es participe de una moral devaluada, que impide una toma de postura colectiva pidiendo soluciones.

 

 

Esta situación, de cualquier modo, perturba la paz social. La ciudadanía parece resignada frente a lo que se plantea como “inevitable” dada la concepción del accidente en sentido tradicional, obsoleto, que se recrea en el desconocimiento ajeno, puerta abierta a toda clase de interpretaciones,  “maldición”, y esas cosas.

 

 

Prodigado el desastre por distintos medios, con el brebaje informativo de los “partes” semanales de los accidentes de tráfico”, machaconamente repetidos, cloroformo en suma  que empobrece la iniciativa social,  hasta el extremo de paralizarla, dejándola huérfana de respuesta, que se plasma en la ausencia de respuestas.

 

 

Resignación igualmente, tanto colectiva como individual, preñada de desesperanza,  que se expresa en un diálogo interno amargo, pero breve,  pues se aborta de forma prematura precisamente por esa concepción fatalista de este tipo de contingencias tan arraigada en los sujetos, que las liga a “fuerzas incontrolables”, que desde luego el Estado  no controla. Un accidente. Una desgracia. ¿Pero qué hacer si es un accidente?

 

 

Pues hay que hacer algo, decididamente. La consternación no puede ahogarse en un conformismo cobarde, alimentado por ocasionales comparsas profesionales y  otras plañideras. Una sociedad madura ha de ser  consciente de la dimensión del problema, más aún cuando su  paciencia puede estimarse hartamente colmada, agotada.

 

 

La  sociedad civil, si quiere dar muestras de su vitalidad, ha de reaccionar frente a esta sangría constante, de proporciones enormes, vergonzosas en el contexto de nuestra plataforma continental. Está obligada, en defensa y beneficio de su decencia, a clamar desde la rebelión ciudadana (con permiso gubernativo, claro). Hay cosas que  no se pueden permitir. Resulta aberrante que algunos sólo se movilicen en pro del “botellón”.

 

Y ahí está, ahora es la ocasión para romper la  muralla.

 

 

Un movimiento libre y espontáneo con empuje y fuerza  social que se rebele y revele saliendo  a la calle, repudiando que se le peguen especies carroñeras que pudieran intentar sacarle provecho, para luego corromperlo y en último término defenestrarlo.

 

 

Una protesta de la colectividad, animada desde posiciones justas y realistas, y al grito reivindicativo de “basta ya”, “nunca más”, capaz presionar a las autoridades hasta el extremo de demandar RESULTADOS. Unos resultados mínimos, que no pueden quedar detenidos en la perífrasis estadística, con mayor o menor intencionalidad, basados en un proyecto y un programa de prevención (programa, programa, programa), y no en medidas aisladas, titubeantes e inconexas. 

 

 

Falta una acción directa. Sobran “comisiones de expertos”, tantas veces integradas por los “figurones” de siempre, y otras tantas pervertidas por  la ignorancia y la zanganería. Sobran también los comentarios de los “prudentes”, de esos mansos con mucha astucia, que en su hipocresía pronto se escandalizan por “un discurso encendido”,  tanto que  terminando de leer lo que antecede no se le ocurra otra cosa que decir “pero no es para tanto”. ¡Pues es para tanto y mucho más¡ Al autor les es igual, resultándole tangente cualquier asomo de “visceralidad”. Que todo esto, conscientemente expuesto en muchos aspectos de forma reiterativa,  al menos sirva de revulsivo para las mentes  dormidas.

 

 

Digámoslo otra vez: los accidentes de tráfico constituyen la primera causa de mortalidad en el grupo de edad de 5 a 24 años y la segunda en el de 25 a 34 años; tan sólo los accidentes vinculados con el desplazamiento al trabajo, con resultado de muerte  (accidentes laborales “in itinere” mortales) en el año 2004 sumaron 748 víctimas (es decir un número muy próximo a las 825 víctimas atribuidas a la organización separatista vasca ETA, en treinta años).

 

 

 

6.- La siniestralidad tiene raíces profundas y su realidad es poliédrica: por una política de Estado de prevención basada en la educación cívica.

 

Las estadísticas de los accidentes, y cifras repetidas hasta la saciedad, aliñado todo ello con el tremendismo, la coacción y el hostigamiento, el endureciendo las sanciones, algunas descaradamente recaudatorias, no resuelven el problema, no son un elemento de disuasión efectivo, en el mejor de los casos, muy escasamente, más aún frente a determinados grupos riesgo, como algunos jóvenes obedientes a un perfil, en los que inciden de forma especial los accidentes, si a esto se añade la tentación para el desafío de las medidas represivas.

 

 

Las “campañas de prevención”, algunas basadas en planteamientos catastróficos, parecen igualmente que tienen un papel mas que limitado, e incluso en lugar de cumplir el objetivo que buscan, llegado un momento fomentan la indiferencia, insensibilizando a sus destinatarios.

 

 

“Los avances obtenidos con los métodos convencionales (la seguridad en los vehículos, las campañas de prevención y de represión de las conductas delictivas) deben de seguir por supuesto, pero tendrán un alcance limitado”. (OLIVIER MOSSÉ, Revista de Investigación Europea, nº 37, mayo/2003).

 

 

Las “campañas de prevención” por otra parte,  pueden estar empañadas de una falta de generosidad de miras, y  hasta tener su origen en un espíritu ruin que únicamente busca el beneficio a corto plazo, por lo demás falso y engañoso dada su fungibilidad. Siendo así no pueden encardinarse en una política de Estado sensata, de un país serio.

 

 

Cualquier planificación preventiva obliga a una labor de topo que en la mayoría de los casos no será apreciada nada más que a medio o largo plazo, tanto que quizá  tampoco será reconocida por el electorado que designó a tal o cual representante público, no percibiéndose como un logro concreto de sus impulsores iniciales, y tanto más también si se trata de un mal social que lleva años “encronizado”.

 

 

De esta forma cuando las acciones preventivas comiencen a dar resultados es posible que coincida con la llegada al poder de otro dirigente de turno, lo propio de una alternancia saludable en la gestión de la cosa pública, de otro signo político, atribuyéndose  a este último los logros obtenidos y no a su auténtico artífice. No sirven pues para gente que vive en el vértigo de la prisa junto a otras ambiciones inconfesables.

 

 

Desde esas posiciones no se puede esperar la más mínima contribución para que se opere el necesario progreso, pues no contribuye a fortalecer la imagen pública, de estos patriotas, imagen que anteponen al bien de la comunidad. Buscando el efectismo de vuelo bajo es mejor hacer un inmenso hospital, o la creación de una red de servicios de urgencias, con grandes vehículos ambulancia que en el ululeo agonizante de sus sirenas atormenten día y noche a los ciudadanos; al menos estos sabrán  a quien echarle la culpa, justo lo que otros desean. Y así también que los heridos de los accidentes serán mejor atendidos.  La prevención no goza de especial prestigio,  es poco espectacular, y desde luego no es considerada como   una labor “aristocrática”,  aunque cierta nobleza se nutre y  mantiene de la desgracia de las gentes, miseria que crece con la ignorancia.

 

 

 

Cuando las situaciones de infortunio, producto de la actualización del riesgo, se sitúan por encima de ciertos límites, hay que preguntar si son un exponente del comportamiento anómalo de los distintos grupos sociales, por motivos que no suelen colacionarse.

 

 

Si “el azar es una palabra sin sentido y si nada puede existir sin causa” (VOLTAIRE), deben identificarse los elementos causales. No obstante la manida alusión al exceso de velocidad, y otras causas,  es un argumento rancio. Mas es la explicación fácil, cómoda para algunos, al mismo tiempo que ejerce un efecto soporífero sobre los ciudadanos, que justifica la indolencia, o al menos la relajación con que se contemplan la realidad de los que viven agazapados en el “observatorio” oficial,  esperando que “algún día” mejoren las estadísticas.

 

 

 

De cualquier modo, estos expertos no dicen como van a lograr una reducción efectiva de a velocidad, tanto más si este parámetro ha de tomarse siempre en términos relativos. Con la introducción en el mercado de modelos cada vez más potentes, las medidas mecánicas no parece que vayan a facilitar tal cumplimiento, a la vez que la velocidad, aún disponiendo la máquina de un tope de velocidad tal límite lo es en términos absolutos, incapaz de discriminar la velocidad adecuada en atención a las exigencias del tramo de circulación. 

 

 

El cumplimiento de la norma sólo pueda alcanzarse de forma satisfactoria a través de la educación, inculcando el valor del respeto hacia los demás y hacia uno mismo (dignidad personal).

 

 

El abanico de la prevención sólo puede conocer un despliegue pujante, progresivo y creciente, si se crea un clima social capaz de inculcar a la ciudadanía una conciencia de riesgo, colectiva, sí, pero también individual, “incidiendo en la toma en consideración de las eventuales  consecuencias nefastas de un acto en particular” (DUCLOS, 1991), única forma de luchar contra esa instintiva aversión donde se fraguan tantas conductas negligentes.

 

 

Cierto que Riesgo y Seguridad no son conceptos que hayan de tomarse como valores absolutos, sino bajo un criterio acomodado a las circunstancias imperantes de cada momento histórico, esto es, dando entrada a una concepción elástica  y flexible, tanto que no haya nada seguro ni libre de riesgos. Lleva esto a asimilar la categoría de “riesgo aceptable” (W.W. LOWRANCE, 1976). Pero cierto igualmente tales presupuestos han de ser servir para establecer en que niveles se ha encuadrar tal aceptación frente a lo que no se puede soportar.

 

 

Para conseguir comportamientos duraderos, la educación en Seguridad Vial ha de estar integrada en el contexto educativo de la joven persona, Educación en un Proyecto Generacional, sin las precipitaciones de los que únicamente están esperando un eco inmediato.

 

 

No basta informar, sino que es preciso que la tal información sea asimilada la persona  incorpore esos conocimientos a su bagaje intelectual, “corticalizándolo”, hasta el  extremo de plasmarse en normas de conductas duraderas. Requiere esto a su vez una disciplina, ligada íntimamente a esa conducta, a un protocolo de actuación, a esa forma de vivir en sociedad,  ambición que no se construye al amparo de “las campañas de prevención”.

 

 

Entre otros muchos ejemplos, la norma dice que ante la señal de STOP hay que detener el vehículo, ¡y hay que detenerlo siempre!, aunque se tenga la absoluta seguridad (100% de seguridad, 0% de riesgo) de que “no viene nadie”. La importancia de conducir, de conducirse en la vida, observando el principio, los principios, de respeto a la norma, las normas, no es sólo frente al hecho puntual. Y aunque la seguridad de la acción que margina la norma sea absoluta, pensando que no tendría trascendencia para realizar la maniobra en ese momento en términos de la materialización de  un accidente (0% de riesgo, 0% de probabilidad de accidente). No obstante, ese práctica, encauzada desde el plano corto y torpe perspectiva del  “aquí y ahora”, desafía el principio de respecto a lo establecido, y más todavía su repetición,  condicionando el nacimiento e incremento del riesgo para acciones futuras, inculcando en el inconsciente del sujeto hábitos erróneos. Además, la repetición de conductas equivocadas, de desafió a la norma, ha de intuirse que tiene una traducción en el soma  cerebral, dejando una  impresión que la alimenta y la pervierte por la reiteración de las formas de proceder inadecuadas,  huella  cerebral o registro que es semilla para futuras acciones compulsivas, temerarias, muchas veces ya incontrolables  o de muy difícil control por el  sujeto, al canalizarse, desde patrones de aprendizaje equivocados, reacciones de circuito corto. Y tal impronta, traducible ya en daño estructural, implicando disfunciones operativas,  obedece mal a los dictados de las “campañas”. Las malas costumbres tardan tiempo en perderse.

 

 

 

La seguridad ha de entroncarse como una vertiente más frente al riesgo, una vez asimilado este como una entidad sustantiva global, como disciplina, como una asignatura más, por ejemplo bajo el epígrafe Riesgo, Sociedad y Convivencia, de la misma manera que se enseña Gramática o Matemáticas, reivindicación contundente, sin tibieza, de una Escuela Nueva, que contribuya a preparar a sus destinatarios para la vida real,  relegando por lo tanto a segundo plano las fronteras entre los distintos tipo de contingencias, ya se trate de accidentes de tráfico, laborales, domésticos, deportivos, etc.

 

 

Tal proceso adiestramiento no es fraccionable en diferentes quebrados, si no se dispone de un común denominador vinculado necesariamente, por otra parte, a una base pedagógica  como instrumento para discernir desde la prudencia distintas circunstancias y condicionantes,  que ha de servir, a su vez, para evaluar las  diferentes situaciones de riesgo, desde la educación de la mirada, hasta el análisis individual, introspección conducida con humildad,  de los propios errores sin consecuencias materiales ni personales, los “accidentes en blanco”.

 

 

 

Es lástima, por otra parte, de la misma manera que en los medios televisivos abundan programas que tratan de cautivar distintos apetitos, no se aprovechen igualmente los mismos para tener una programación anual, de frecuencia semanal, regular y continua, dedicada a la prevención. Aún sin pretender que tal cauce sea la base de un proyecto para actuar sobre el núcleo del problema, muy posiblemente se obtendrían buenos resultados. Igualmente los tertulianos de las diferentes emisoras de radio podrían prestarse a una  participación más activa para influir y acrecentar  la conciencia social del problema.

 

 

 

El perfil de siniestralidad que sufre un país no puede ignorar los diferentes grupos y modelos sociales, sus pautas de conducta, su gestión y manipulación. El análisis de  una realidad tan trágica como la de los accidentes de tráfico,  no puede desconocer tampoco su carácter poliédrico. Tal realidad ha de ser diseccionada si quiere llegar a conocer su fondo, investigando su etiología, con sus variantes y plurales, única forma de ser tratada en su profundidad.

 

 

Los accidentes causan muertes, heridos, consecuencia en ocasiones de conductas humanas inmaduras, negligentes, deliberadamente peligrosas, expresión otras veces  de una energía encauzada equivocadamente, de la violencia del individuo(*), por donde se manifiestan también tantas frustraciones individuales. El error cultural o la falta de preparación para vivir en la sociedad  han de ser abordados mediante una adecuada formación y educación cívica.

 

 

 

(*) otro aspecto de Salud Pública, para el que no se arbitran “vacunas” desde la infancia. Todo lo contrario, tanto más cuando la  competitividad,  la agresividad y violencia se abona desde distintos medios que diseminan estupidez. La estupidez, ¡un gran negocio!.  Medios que desnaturalizan al individuo,  tanto que fomentan una apatía pasividad e indecisión que niega protagonismo a un YO activo, eterno espectador  convertido en papanatas, en gentes de “poco peso”, en “hombres bonsais”.  De esta forma  se va empercudiendo su mente, se obstruyen los canales adecuados para el control  y  liberación de su energía,  energía que, por otra parte,  precisa encontrar una proyección, de lo contrario, la misma, en su descarrilamiento, en la necesidad de liberar esa “carga”, la  vuelve contra sí o contra los demás,  hasta el extremo de poder enloquecer. La educación escolar debe buscar un equilibrio. Así, es preciso reflexionar sobre  la  importancia que tiene en la formación de los jóvenes actividades como el teatro, la música, la danza, vehículos de expresión  del potencial  individual, que se cobra en seguridad y armonía personal, autoestima., esto es,  dignidad.  No obstante el  sistema propicia más el músculo que el cerebro. Se entiende entonces que sólo el 27% de los actores  y bailarines puedan vivir de su trabajo y que más de la mitad no alcanzan el salario mínimo interprofesional. Muchos médicos comprenderán porque a veces uno puede tener la falsa impresión de que lo que necesita este país es más estadios y menos hospitales...  Si la salud es la energía que permite vivir (al margen de otras definiciones más optimistas), en el intento de superar las situaciones conflicto, conflicto en el que se inscribe el diario de la existencia humana,  la Salud no puede desvincularse del Proceso Educativo, y las carencias en este terreno pueden explicar distintas formas de Violencia (Salud, Educación y Violencia, MR Jouvencel, 1987).

 

 

Adviértase que cuantas anotaciones marginales se han hecho no lo son  tanto si se tiene en cuenta que tal “marginalidad” condiciona decididamente, en mayor o menor medida la realidad de los accidentes de tráfico. Es, posiblemente, el problema y desafío de mayor envergadura que en la actualidad tiene este país.

 

 

 

Es preciso, entonces, una línea de actuación globalmente considerada, trabajando desde varios frentes que han cuyo norte ha de ser el proceso educativo.  Una instrucción que proporcionen conocimientos prácticos capaces de influir en las actitudes y comportamientos, promoviendo una enseñanza desde la más temprana edad. Los niños,  jóvenes personas, inteligencia sin dobleces, horizonte de esperanza, son extremadamente sensibles a todo tipo de enseñanzas, con un alto grado de receptividad; y muchas veces también enseñan a los padres. Otros pueblos lo han comprendido. Confiemos en que nuestro país también.

 

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© MR Jouvencel, 04/mayo/2006.            

  mrjouvencel@gmail.com