Del deber de sigilo y discreción en lo relativo a las actuaciones periciales (*)

 

 

Mamá, yo quiero ser artista

 

 

Con carácter general rige el principio de que las actuaciones judiciales han de ser públicas, con las excepciones que las leyes de procedimiento vengan a establecer para cada caso en particular. Siendo así, el secreto se ha de arbitrar de forma limitada. No obstante esto no es obstáculo para que a todos los llamados a intervenir se les imponga, o mejor decir se impongan, un deber de sigilo.

 

Juzgar es de por sí oficio en nada fácil; en ocasiones, circunstancias sobrevenidas vienen a añadir más dificultades. Quebrantar ciertos límites enrarece el china de soledad creativa y de sosiego que precisa quién, o quienes, hayan de emitir sentencia atendiendo el resultado de actuaciones precedentes. Aún cuando los jueces y tribunales han de dictaminar de acuerdo con su convicción, tampoco se puede desconocer la posibilidad de un efecto distorsionante fruto de una determinada presión social.

 

Cuanto venga vinculado con la justicia merece un especial respeto y una singular ponderación. Hay ocasiones para creer que el desarrollo de algunas actuaciones judiciales sirve para que se organicen paralelamente espectáculos de masas, bajo el rótulo de « información» , aunque no falten quienes opinan que están más bien pensados para cal-mar la ansiedad y el hastío de las gentes ociosas y embrutecidas, o como medio para complacerles momentáneamente, en la pretensión de que la insoportable cronicidad de su aburrimiento se haga más llevadera.

 

Un comportamiento serio y elegante requiere discreción. Si tal decoro es deseable como común denominador en diferentes ámbitos sociales, con especial rigor se ha de atender en ciertos supuestos, cual es el caso de la justicia, alcanzando a cuantos con la misma se relacionan, incluyendo, como es obvio, a los médicos que por razón de su oficio acuden ante los tribunales.

 

En concreto, siendo el perito persona que por sus especiales conocimientos es llama-do a un proceso judicial con la finalidad de informar sobre hechos relacionados con su especial saber o experiencia, cabe establecer un deber de reserva o confidencialidad en determinados ambientes, sabiendo dosificar sus manifestaciones, sin desvíos que traspasen la frontera donde la sensatez y el tacto están ausentes.

 

Claro que los jueces apreciarán la prueba en su sana crítica, de una forma aséptica, disposición que se crecerá estrechamente ligada al grado de preparación técnica de aquéllos, marginando con decisión aquello que pudiera viciar de parcialidad lo rigurosamente pericial y de sus significantes de protagonismos; pero tampoco a nadie se le escapa que ciertas exhibiciones crean una atmósfera desfavorable, más cuando la opinión pública vive de antemano conmocionada, y aturdida, por sucesos que han causado honda y general consternación.

 

De cualquier modo, no hay duda de que en el caso de los peritos es por razón de su cargo por lo que tienen conocimiento de determinados hechos y circunstancias que se han de traer al proceso, y por tanto parece razonable que sólo en el ejercicio de tal cargo deben de manifestarse; fuera de ahí cabe interpretarse como una extralimitación, cuando la causa abierta está sub iudice. Y todavía más impertinentes son las formulaciones en público sobre determinados hechos, carentes de la suficiente entidad científica.

 

Es aventurado, asimismo criticable, revelar públicamente tales aspectos fácticos, pendientes de enjuiciar, más todavía si tales manifestaciones se canalizan hacia una audiencia parcialmente informada, fácilmente impresionable, tremendamente manipulable, a la que se le proporciona un bagaje de escasa consistencia, arrojando una resultante que aboca incluso al riesgo de que algunos se formen una opinión negativa de la justicia, en atención a las premisas y prejuicios que se habían construido.

 

Sería conveniente articular alguna fórmula moderadora para atemperar a personajes impetuosos, protagonistas de todo y para todo, en los que parece que late una clara vocación de «mamá yo quiero ser artista» . Aunque la ley no lo prevenga, el perito ha de someterse a una disciplina de recogimiento, de impermeabilidad, tendiendo en lo posible al anonimato fuera de cuanto sea el desempeño de su cargo. Una interpretación positiva, por creadora y constructiva, de las normas deontológicas, junto a un juicioso sentido común, hace aconsejable marcarse ciertas distancias. Tampoco hay que olvidar que una conducta descuidada en este ámbito, propasándose, puede dar lugar en algún caso a una reclamación por quien se sienta perjudicado u ofendido, por ejemplo por daño moral, lesión de la intimidad, entablando la acción debida.

 

El perito, en una deseable actitud de recato, que además sin duda le ennoblece, ha de cultivar el aislamiento, conveniencia que puede, de alguna forma, relacionarse, por ejemplo, con la incomunicación dispuesta a la ley del tribunal del jurado, tendente, en definitiva, a que el bien jurídico a proteger no padezca ni se vea inquietado.

 

Es oportuno recordar para la ocasión las reglas generales de conducta pericial, como, entre otras, «actúese con discreción en cuestiones que hubieran tenido —estén teniendo resonancia pública, evitando hacer declaraciones a los medios de comunicación, al me-nos, en tanto no haya una resolución firme» ; «resístase a cualquier tipo de presión, no queriendo dar a conocer otra cosa que el aspecto estrictamente técnico para el que fuera propuesto» . Y en determinados casos, esa misma conducta es conveniente que se haga extensible a los juicios ya cerrados, al menos a modo de un mandamiento en conciencia.

 

De cualquier modo, la prudencia, la mesura, el respeto al propio tribunal, y, en su ca-so, a la intimidad, hace conveniente observar esa actitud de silencio cauteloso, facilitando la información en su momento, en armonía con criterios de oportunidad. Los propios medios de comunicación deben igualmente cooperar y participar de esta inquietud, siendo sensibles a este compromiso de responsabilidad, entendida ya como necesidad de higiene social.

 

 

©  MR Jouvencel, abril/2005_____________________________

(*) N.A.: el presente texto corresponde a un  editorial preparado en su momento para la Revista  Española del Daño Corporal (nº 5, 1977, Ediciones Díaz de Santos, Madrid) pero  que pesar del tiempo transcurrido,  y viendo ciertas actuaciones en los medios de comunicación,  alguna reciente, no ha perdido interés, todo lo contrario. Por ello se  ha creído conveniente volverlo a publicar.